Conflicto Mapuche y Construcción
Identitaria.
Pareciera que la infinita lluvia sureña hubiese diluido en ráfagas de
agua el denominado conflicto mapuche después del auge vivenciado en el último
lustro. Sin embargo, ello es más aparente que real, aunque en la actualidad
haya cambiado su forma, porque es
indudable que dicho fenómeno posicionó de manera permanente la relevancia
política de lo identitario.
El debate acerca del
tema identitario siempre ha sido controversial y, quizás, no puede ser de otra manera, toda
vez que la identidad constituye una construcción social y, por ende, dimana de
lo cultural. Entonces, no solo emana sino que, simultáneamente, se difumina
entre distintas y variadas perspectivas acorde a las disciplinas desde donde se
analiza el problema y producto del componente subjetivo de la construcción
cultural. El problema de la identidad mapuche no está exento de polémica,
especialmente cuando se realiza una aproximación analítica desde el punto de
vista de la relación histórica con el Estado chileno y desde la mirada de los
propios mapuche. Ambas son dimensiones de la misma problemática, son distintas
y cada cual posee sus propias especificidades, pero no pueden ser entendidas la
una sin la otra en las últimas dos centurias.
Es esta interrelación la que define un vínculo estructural entre lo
chileno y lo mapuche que las clases dominantes chilenas buscan perpetuar y, por
otro lado, sectores del movimiento mapuche buscan romper.
Está claro que los Estados-Nación latinoamericanos se constituyeron como
tales en contra de los pueblos originarios y, en gran medida, en base a su
devastación cultural y territorial. Chile, no es la excepción, por el
contrario, el expansionismo chileno y el consiguiente arreduccionamiento del
pueblo mapuche, se verificó a partir de mediados del siglo XIX y se cimentó en
al menos tres pilares interrelacionados:
lo cultural; lo económico, lo político y lo geopolítico. Todo ello
redundó en una profunda transformación de la cultura mapuche y de su identidad
demostrando, al mismo tiempo, la capacidad del mapuche para generar los
mecanismos necesarios para su reproducción como pueblo. Es decir, cambiaron los
parámetros espaciales y culturales para la representación simbólica de la
realidad lo cual, indefectiblemente, cambió la forma y, en medida no menor, el
contenido del proceso de construcción de la identidad mapuche. Es que la
identidad es esencialmente dinámica y no se materializa ni reproduce en un
vacuum histórico o cultural, por el contrario, supone la relación con el entorno
social, existe interacción e interdependencia entre identidad individual e
identidad colectiva. Por lo mismo, la identidad mapuche no podía sustraerse a
las nuevas condiciones impuestas por la usurpación territorial y la imposición
cultural chilena.
Sin embargo, ello no presupone necesariamente el aniquilamiento como
cultura, es decir, la destrucción de un sistema integrado con la capacidad de
reproducirse a sí mismo, una totalidad que comprende elementos históricos,
sociales, materiales y simbólicos, todo lo cual conlleva memoria, presente y,
además, constituye precondición para el desarrollo de la producción cultural
futura. La cultura, al igual que la identidad es un constructo social, siendo la identidad,
a su vez, una conjugación de rasgos culturales que nos hacen diferentes en
relación a otros. Tanto el proceso de construcción cultural como la
constitución identitaria se dan predominantemente en un espacio concreto donde
se verifican relaciones sociales: el territorio. Este último también es construcción
social y solo adquiere sentido a través del significado que le otorga el ser
humano, por lo tanto, es bastante más complejo que su mera dimensión
geográfica.
Es, además, un espacio de dominación caracterizado por relaciones de
poder.
Entonces, el Estado chileno, al ocupar militarmente el territorio
mapuche a fines del siglo XIX, transformó violentamente el sistema de
relaciones de poder existentes, imponiendo un nuevo sistema de dominación
racista y reproductor del sistema capitalista. En este marco, la interacción
entre individuos y colectividades y entre éstos y el entorno natural se da en
el espacio habitado ancestralmente por el pueblo mapuche, por su experiencia y
memoria. Pero incluso ello es intervenido violentamente por el Estado y cultura
chilenas, toda vez que la formación de alrededor de 3 mil reducciones mapuche?
verdaderos campos de concentración? alteran la forma de apropiación del
territorio por parte de los mapuche y su consecuente sentido de pertenencia.
De hecho, las actuales comunidades mapuche, muchas de ellas centros
vitales de la lucha del pueblo mapuche por el reconocimiento de sus derechos
como pueblo, tienen su origen en aquella intervención estatal.
Todo lo anterior es fundamental para comprender los procesos actuales de
construcción de identidad en el seno del pueblo mapuche y las demandas
autonómicas por un lado, las reivindicaciones de carácter anticapitalista por
otra y, también, la institucionalización de las demandas mapuche. A ello debe
adicionarse, por cierto, el sometimiento de importantes sectores mapuche a los
valores, normas y patrones de comportamiento del discurso chileno dominante. Es
precisamente a través del discurso dominante que se ha ido articulando desde el
nacimiento de Chile como nación el proceso de construcción identitario en
oposición al proceso de construcción mapuche. Lucha desigual, sin duda, pero
donde se ha demostrado la inmensa capacidad del pueblo mapuche por subsistir y
reproducirse culturalmente en un claro marco de adversidad, permanente tensión
y represión sistémica. Es en este contexto que la arquitectura identitaria ha
buscado las formas y los modos más efectivos para reproducirse, generando los
instrumentos adecuados para preservar y proyectar la comunidad mapuche
imaginada. En otras palabras, ante el genocidio impulsado por las clases
dominantes chilenas se opuso la resistencia mapuche que fue no solamente armada
hasta la derrota en 1883, sino que asumió características de etnoresistencia
con posterioridad. La mera existencia del mapuche hoy en día es testimonio de
lo señalado, pero ello tampoco debe conducirnos al error de idealizar dicho
proceso y pensar que aquella comunidad imaginada permaneció intacta o sin
mácula cultural exógena alguna. Lo importante, sin embargo, es que el proceso de
resistencia sembró la semilla para que en la última década se haya ido
materializando un discurso que ha transcendido lo meramente identitario mapuche
para articularse con un discurso y, en algunos casos, una praxis autonomista.
Tal discurso no es ni único ni acabado en términos de elaboración teórica,
política o formas orgánicas de movilización, por el contrario, es diverso y
multifacético y, además, objeto de las políticas represivas y de cooptación de
la cultura nacional dominante agenciadas por el Estado chileno. Políticas que
mediante diversos mecanismos han intentado dividir y, eventualmente,
desarticular al movimiento mapuche que había logrado consolidarse, no solo como
un mero interlocutor válido ante el Estado chileno, sino que como actor político
con la capacidad y la inteligencia para diseñar e imponer la agenda política en
relación al tema indígena.
Ante el desafío planteado por las movilizaciones mapuche, por las
recuperaciones de tierras usurpadas, por la elaboración y desarrollo del
discurso autonomista, por el creciente grado de organización demostrado y por
el apoyo a sus reivindicaciones tanto a nivel nacional como internacional, el
Estado optó por una estrategia triforme: la focalización de la represión en la
organización que consideraban más radical y fundamentalista: la Coordinadora
Arauko-Malleko; la cooptación por intermedio de la negociación de otras
organizaciones mapuche, tales como la Asociación Ñankucheu de Lumako, el
Consejo de Todas las Tierras y la Identidad Territorial Lafkenche y,
finalmente, la manipulación comunicacional a fin de erradicar de los
principales medios el llamado conflicto mapuche. Lamentablemente para el pueblo
mapuche, dicha estrategia ha sido exitosa para el Estado chileno, estrategia
que, por lo demás, constituye un continuum histórico, toda vez que el Estado,
en menor o mayor grado y desde una posición de poder, siempre ha aceptado
ciertas reivindicaciones mínimas de índole social, económica o cultural cuando
ello no conlleve la aceptación de reivindicaciones políticas.
Su objetivo final siempre ha sido la asimilación e integración marginal
del mapuche a la sociedad chilena dominante. Es bajo tales parámetros que la
identidad mapuche se visualiza como una amenaza a la reproducción y
perpetuación de la identidad y cultura dominantes, por lo tanto la
reconstrucción del mundo mapuche propugnada por la Coordinadora es percibido
como inaceptable para el Estado, especialmente si esto va acompañado de un
discurso y praxis revolucionaria, anti-capitalista que la diferencia
substantivamente de otras organizaciones mapuche. Primordialmente, porque se
plantea la apropiación y control territoriales como una forma específica de
materializar la autodeterminación, irrespectivamente de la legalidad vigente,
puesto que tan solo están recuperando tierras que históricamente les
pertenecen... Y es precisamente esta legalidad la que ha utilizado el Estado,
mediante la aplicación de la Ley Anti-terrorista, para llevar a cabo una
represión selectiva en contra de aquellos que, de acuerdo a su percepción de
poder, amenazan la estabilidad, no solo de la cultura nacional, sino que del
modelo económico de mercado, del Estado unitario y, eventualmente, del sistema
capitalista, al menos en partes del territorio mapuche. Por lo mismo, el gobierno
no trepidó es recurrir a métodos usados por la dictadura militar para reprimir
a una organización que se alzaba con una propuesta mapuche autonómica y
anticapitalista y que, sin duda, había logrado posicionarse en el imaginario
mapuche con las ideas de reconstrucción del pueblo-nación mapuche, de su
identidad y el derecho a la autodeterminación.
Entonces, ante la posibilidad de fragmentación de la identidad nacional
chilena, no hubo diferencia entre democracia y dictadura verificándose, una vez
más, la tendencia histórica de un proceso de identificación por oposición de
características hostiles. Lo chileno debía imponerse por la fuerza nuevamente a
lo mapuche, no podía ni quería aceptar lo mapuche, es decir, el poder develó su
esencia como fundamento de integración social, independientemente de los
deseos, aspiraciones y derechos del pueblo mapuche. El poder se manifestó como
instrumento integrador de lo económico, lo político y lo social, privilegiando,
en el caso concreto del conflicto mapuche, a los empresarios forestales por
sobre las comunidades, a las empresas generadoras de electricidad por sobre la
pervivencia cultural, a la modernidad, culturalmente homogeneizante, por sobre
la diversidad.
De esta manera el conflicto mapuche se transformó en una lucha a muerte
por la subsistencia de la cultura dominante que no estaba dispuesta a aceptar
la existencia en el territorio que en la actualidad denominamos Chile de una
organización que se planteaba y preparaba para una lucha de liberación
nacional, puesto consideran que el origen del conflicto se remonta a la
ocupación militar del territorio mapuche por parte de un poder extranjero. Por
lo tanto, no solo se trata de la justa y legitima recuperación de tierras, sino
que, por sobretodo de la recuperación del territorio, aquel espacio habitado
por la memoria, el presente y donde, además, se dibuja el futuro en la forma de
un proyecto de nación, de un pueblo libre y soberano. En este marco, la
identidad mapuche asoma como elemento aglutinador del pueblo mapuche, elemento
componente del movimiento por el cambio. La Coordinadora Arauko – Malleko no
es, por supuesto, la única organización que plantea demandas autonómicas y de
distintos niveles de autodeterminación, pero sí es la única que no considera al
Estado como interlocutor válido; su propuesta está dirigida a las comunidades,
al pueblo mapuche y no al Estado, empresarios forestales o agricultores.
Es decir, confía en sus
propias fuerzas, rearticulando una identidad desdibujada en el tiempo por el
proceso de aculturación, asimilación y represión. No buscan el reconocimiento
chileno, pues ellos como pueblo, se reconocen a sí mismos, existen, se
constituyen y reproducen en el autorespeto y la autoestima y no elaboran
demandas hacia el Estado, sino que contra el Estado, reafirmando sus derechos
sociales, económicos, culturales y políticos cual agrupaciones humanas
originarias. Porque las demandas mapuche no son recientes, son de larga data y
se vinculan con la ocupación militar de su territorio tanto por hispanos como
por chilenos, aunque hayan variado el contenido y las formas de éstas. Lo que
no ha cambiado ostensiblemente son las estrategias adoptadas por el Estado para
enfrentar dichas demandas, aunque el objetivo final siempre es el mismo: el
aniquilamiento cultural del pueblo mapuche y su asimilación y sometimiento a la
sociedad dominante. En términos estrictamente políticos, se ha practicado desde
tiempos inmemoriales la política de dividir para dominar, utilizando la
cooptación por un lado y la represión por el otro. Es precisamente esto lo
acaecido en los últimos años y lo que explica en parte la aparente mengua de la
fuerza del movimiento mapuche actual. Al iniciarse las primeras recuperaciones
de tierras a comienzos de los noventa y con mayor fuerza, organización,
participación comunitaria y grados de conciencia colectiva, a partir de 1997,
el Estado optó por la militarización del territorio de las comunidades
soliviantadas, golpeando, encarcelando, torturando y procesando a centenares de
comuneros mapuche. Dicha estrategia solo consiguió fortalecer aún más el
proceso de etnoresistencia que no respondía a causas coyunturales, sino que venía larvándose y
desarrollándose en el tiempo, de manera reflexiva e inteligente, nutriéndose de
la experiencia, de la historia y, particularmente, de un importante recambio
generacional en el seno del pueblo mapuche. El Estado, entonces, implementó una
política de acercamiento y diálogo selectivo con algunas organizaciones que, en
la práctica, y más allá de su discurso, estuvieron dispuestas a negociar con
éste. De esta manera, mientras se aplicaba la Ley Anti-Terrorista a la
Coordinadora Arauko-Malleko, deteniendo y encarcelando a sus dirigentes,
simultáneamente se invertían recursos limitados en resolver las demandas,
principalmente económicas, de algunas comunidades cuyos dirigentes habían
optado por el camino del dialogo. De esta manera se fragmentó al movimiento
mapuche y, especialmente, se debilitó su demanda nacionalitaria, resurgiendo
con mayor fuerza la antigua practica de institucionalizar la demanda mapuche
canalizándola a través del Estado que es, en definitiva el que define los
parámetros de dicha demanda. En otras palabras, el Estado decide lo que se
discute y lo que se excluye de cualquier negociación. Y lo que se excluye son
cualesquiera reivindicaciones de orden político y todas aquellas que atenten
contra la propiedad privada, especialmente forestal, en territorio mapuche.
Territorio que, en suma, es considerado chileno, indivisible e impenetrable
para otros pueblos-nación, aunque éstos precedan a la nación chilena en
habitarlo y producirse cultural y políticamente. En este contexto, la demanda
nacionalitaria mapuche ha cedido terreno a reivindicaciones autonómicas que
implican un reconocimiento del Estado chileno y que solo aspiran a grados
menores de control territorial dentro de un Estado plurietnico y pluricultural.
¿Pragmatismo o derrota? ¿Realismo político o
capitulación? ¿Triunfo táctico y repliegue estratégico? La respuesta a tales
interrogantes es prerrogativa del propio pueblo mapuche y solo cabe señalar que
el fortalecimiento de la identidad mapuche aparece como elemento central en la
proyección de un movimiento que se ha constituido en la tensión y en la
interpelación a un Estado que la niega, la reprime y la margina. Las causas del
conflicto mapuche no han desaparecido, tampoco ha desaparecido el multifacético
accionar de personas, comunidades y organizaciones que continúan construyendo
su identidad en la adversidad.
escrito por Tito Tricot, Sociólogo |





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